De eso se trata la escritura automática. De escribir a pesar de todo. Escribir aunque no sepas qué escribir. Y escribirlo tal cual “hoy no sé qué escribir”. Ser así de franca con el papel. Puede ser incluso tu frase de inicio. La frase que te arranca la pereza y las palabras. La que rompe el hielo con la página.
O puede ser la frase que se esconde entre otras palabras, inconexas algunas, honestas muchas otras. Es esa frase comodín que escribes para no parar de escribir. Sincerarte para seguir escribiendo. La que aparta esa piedrecita que apareció mientras escribías. La que hace que el río siga fluyendo.
Este es, probablemente, el mejor truco para la escritura automática. Y para el proceso artístico en sí. Incluso para todo en general. Es la frase que nos permite darnos permiso para parar. Para tratarnos con auto-amabilidad. Para aceptar que las palabras o el trazo o el baile, no siempre sucede de forma fluida e imparable. A menudo -muy a menudo-, nuestra mente pierde la conexión, por un ratito, con esa fuente inspiradora. Esa que nos han vendido como si estuviera conectada con una cisterna divina que nos provee, de forma ilimitada, con ideas.
Si la inspiración fuera realmente ese botijo lleno, estaría custiodado por tu ego, que filtra en cada momento para qué quieres esa idea, cómo la vas a usar. La que pone frenos si no ve clara la utilidad. La que entorpece con esa piedrecita de la que te hablaba.
Pero la inspiración, aunque se alimenta fuera, crece dentro. Y cuando se combinan los ingredientes, se cuecen a fuego lento y se degustan, se parece mucho a la felicidad, a esa sensación de no querer estar en ninguna otra parte de la que habla Csikszentmihalyi. Aquí y ahora. Nada más -y nada menos.
Por eso, para ser escritor, hay que escribir.
Pero también para ordenar pensamientos. O para recordarlos de nuevo, en ese viaje de vuelta al corazón.
Para conocerse, nada mejor que escribir. El papel como espejo. O como esa amiga que te dice la verdad con delicadeza, aunque duela.
Escribir como refugio, donde tus emociones encuentran cobijo y consuelo.
Escribir para pensar mejor. Muchos escritores afirman que escriben para saber qué piensan. Tú también puedes hacerlo. De hecho, te recomiendo encarecidamente que lo hagas: te sorprenderá la distancia entre lo que te cuentas cuando piensas y lo que descubres cuando escribes.
Escribe a mano, siempre que puedas. Conecta la mano con la mente y con el corazón. Deja que dialoguen, que bailen. El ordenador quiere frases completas; en el teclado, los dedos buscan las letras. Cuando escribes a mano, en cambio, las letras se mezclan y convierten, incluso, en garabatos. Esos garabatos camuflados son ideas y sensaciones que todavía no han tomado forma, que no saben qué palabras elegir para definirse. Sin embargo, cuando aterrizan en el papel, se descubren y empiezan a componerse, poco a poco, palabra a palabra.
Cítate cada día contigo. Permítetelo. Cinco minutos son suficientes. Cinco minutos para saludarte, preguntarte cómo estás. Unos días estarás muy bien, y querrás contártelo. Escríbelo y alégrate. Otros, estarás mal y necesitarás que te escuchen. Escríbete y dedícate unas palabras de ánimo. Muchos otros, no sabrás qué decir. Esos días, escribe también. Aunque no sepas qué decir, escríbete y honra el silencio. Genera ese espacio de confianza contigo en el que el silencio no molesta.
“Hoy no sé qué escribir” es una frase que esconde mucha amabilidad y respeto, muestra tu compromiso contigo, ese pasar a saludar. Escribe aunque no tengas nada que contarte porque puede que sí tengas mucho que escucharte.
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Ante la decisión de no escribir y la de comenzar con ru título y dejarse llevar, sin duda, me quedo con tu recomendación.
Muchísimas gracias Marta 😊